STANISLAS DEHAENE
Nuestro cerebro no está
cableado para leer. La lengua escrita es un invento. Un invento que, en las
palabras del poeta Francisco de Quevedo, nos permite: “escuchar
con los ojos a los muertos”. Y en
el Siglo XXI, la habilidad para comprender lo que leemos se ha convertido en la
competencia académica y laboral más básica de todas. Si nuestros estudiantes
no comprenden lo que leen, es poco lo que se puede hacer para mejorar su
desempeño en el resto de áreas del conocimiento como las matemáticas, las
ciencias naturales y sociales. Los estudiantes tienen que aprender bien a leer
para después poder leer para aprender.
La lengua escrita es una
invención más o menos reciente que, básicamente, consiste en la transcripción
codificada, aunque imprecisa, de nuestro lenguaje oral. Y no es sólo un invento
nuevo; es un invento que pocas civilizaciones lograron. Aunque todos los grupos
humanos tienen un lenguaje oral, solo unos pocos lograron codificarlo en un
sistema escrito (unos 200 de unos 6.000 lenguajes). La evidencia arqueológica
muestra que los primeros en lograrlo fueron los Sumerios y, luego, los Egipcios
y los Babilonios (entre 3200 y 2400 AC). En las Américas, la única cultura
precolombina que desarrolló un sistema escrito completo fue la de los Mayas,
entre 200 y 300 AC (hallazgos recientes apuntan a que pudo ser antes).
El lenguaje oral, por el
contrario, está en nuestro ADN. Nacimos para hablar; es “instintivo”. Este “instinto del lenguaje”, según Pinker, es una exitosa adaptación biológica que quedó genéticamente
codificada en nuestro cerebro y que solo se ha descubierto en nuestra
subespecie, homo sapiens.
Los expertos estiman que surgió hace unos 150.000 años en un grupo de homínidos
que habitaban en el este africano y que luego se esparcieron por el resto de la
tierra.
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